Bajo el sol
Roberto Martínez
Jaime Díaz Hernández, 1960-2009
Domingo, 03 de Enero de 2010 22:30
Columnas - Roberto Martínez
E por esto dezía Ovidio en el primero libro de metamorfoseos cómo todas las cosas animadas e movibles por luengo guardan la tierra e tengan la su cara girada a ella. La natura ha dado al hombre la cabeça alta por que mejor pueda guardar los cielos, e quasi le manda que muchas vezes gire e lieve la su cara al cielo e a las estrellas, por que parece que el ombre no deve poner todo su pensamiento en las cosas terrenales, mas en entender las celestiales.
Consolatio Philosophiae de Boecio (Libro V, Quinto metro)
Nuestro amigo Jaime Díaz Hernández murió unos días antes de la navidad, el 22 de diciembre del 2009. Jaime tenía apenas 49 años de edad y era valioso académico y talentoso funcionario público promotor y divulgador de la ciencia.
Al morir era director general del Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Puebla. Pero antes fue director de divulgación científica de la Vicerrectoría de Investigación y Posgrado de la BUAP; secretario administrativo de la Facultad de Física y Matemáticas; y consejero universitario de su misma escuela, tanto como alumno como profesor.
Ejerció la docencia y la investigación y fue también un destacado universitario siempre presente en los procesos políticos y académicos de defensa y consolidación de la Universidad Pública.
Era un hombre generoso y alegre. Un hombre comprometido con la investigación científica y con sus amigos. Tanto la una como los otros eran, para él, variedad de la misma esencia: amistad e inteligencia la misma cálida entidad eran para Jaime.
Cuando supe de su muerte aquella mañana del 22 de diciembre (¿o era 21?) –y van a perdonarme el lugar común- no podía creerlo.
Y es que uno nunca piensa que morirán los amigos y los seres que se ama. Es un vestigio del pensamiento infantil, es un recurso de negación de la insidiosa omnipresencia de la muerte, es un mecanismo de salvaguarda de nuestro precario equilibrio vital, que se apoya en un razonamiento tan falaz como indispensable para vivir: si los que quiero no mueren, tampoco yo.
Pero ese día se quebró el sofisma: Jaime murió. No podía creer la noticia: Jaime murió en el hospital del ISSSTEP.
Imperiosa la realidad nos gobierna, no nuestras esperanzas y ni nuestros temores.
Aquella mañana de diciembre en la funeraria. Tristísima y dramática la experiencia de abrazar a nuestros amigos comunes. La misma trágica impotencia, ausencia de libertad, que sufrí cuando murió mi hermano. La terrible sensación de absurdo y gratuidad flotaba, otra vez, sobre mi cabeza aquella mañana de diciembre. Y también la ominosa y creciente certeza de nuestra contingencia. Sin brújula, sin significado; gratuita, innecesaria; fugaz y leve, la vida.
Murió Jaime Díaz antes de la navidad. ¿Cómo creer en su muerte, si vivo sigue en la memoria: las tertulias políticas en la cocina de la casa de Enrique; las reuniones con Pedro en El Breve; las maratónicas conversaciones sobre física y literatura en La Comuna? ¿Cómo creer que está muerto? Por eso mismo; porque ahora sólo es recuerdo y mañana olvido. Porque nada podemos al final contra la muerte. Porque es cierto que la filosofía, la palabra en su cenit, es sólo consolación ante la muerte. Implacable es la labor del zapador, del tiempo, que ha alcanzado ya a nuestra generación. Descansa en paz mi Jaime.
josegarcilazo3@yahoo.com.mx Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla
Roberto Martínez
Jaime Díaz Hernández, 1960-2009
Domingo, 03 de Enero de 2010 22:30
Columnas - Roberto Martínez
E por esto dezía Ovidio en el primero libro de metamorfoseos cómo todas las cosas animadas e movibles por luengo guardan la tierra e tengan la su cara girada a ella. La natura ha dado al hombre la cabeça alta por que mejor pueda guardar los cielos, e quasi le manda que muchas vezes gire e lieve la su cara al cielo e a las estrellas, por que parece que el ombre no deve poner todo su pensamiento en las cosas terrenales, mas en entender las celestiales.
Consolatio Philosophiae de Boecio (Libro V, Quinto metro)
Nuestro amigo Jaime Díaz Hernández murió unos días antes de la navidad, el 22 de diciembre del 2009. Jaime tenía apenas 49 años de edad y era valioso académico y talentoso funcionario público promotor y divulgador de la ciencia.
Al morir era director general del Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Puebla. Pero antes fue director de divulgación científica de la Vicerrectoría de Investigación y Posgrado de la BUAP; secretario administrativo de la Facultad de Física y Matemáticas; y consejero universitario de su misma escuela, tanto como alumno como profesor.
Ejerció la docencia y la investigación y fue también un destacado universitario siempre presente en los procesos políticos y académicos de defensa y consolidación de la Universidad Pública.
Era un hombre generoso y alegre. Un hombre comprometido con la investigación científica y con sus amigos. Tanto la una como los otros eran, para él, variedad de la misma esencia: amistad e inteligencia la misma cálida entidad eran para Jaime.
Cuando supe de su muerte aquella mañana del 22 de diciembre (¿o era 21?) –y van a perdonarme el lugar común- no podía creerlo.
Y es que uno nunca piensa que morirán los amigos y los seres que se ama. Es un vestigio del pensamiento infantil, es un recurso de negación de la insidiosa omnipresencia de la muerte, es un mecanismo de salvaguarda de nuestro precario equilibrio vital, que se apoya en un razonamiento tan falaz como indispensable para vivir: si los que quiero no mueren, tampoco yo.
Pero ese día se quebró el sofisma: Jaime murió. No podía creer la noticia: Jaime murió en el hospital del ISSSTEP.
Imperiosa la realidad nos gobierna, no nuestras esperanzas y ni nuestros temores.
Aquella mañana de diciembre en la funeraria. Tristísima y dramática la experiencia de abrazar a nuestros amigos comunes. La misma trágica impotencia, ausencia de libertad, que sufrí cuando murió mi hermano. La terrible sensación de absurdo y gratuidad flotaba, otra vez, sobre mi cabeza aquella mañana de diciembre. Y también la ominosa y creciente certeza de nuestra contingencia. Sin brújula, sin significado; gratuita, innecesaria; fugaz y leve, la vida.
Murió Jaime Díaz antes de la navidad. ¿Cómo creer en su muerte, si vivo sigue en la memoria: las tertulias políticas en la cocina de la casa de Enrique; las reuniones con Pedro en El Breve; las maratónicas conversaciones sobre física y literatura en La Comuna? ¿Cómo creer que está muerto? Por eso mismo; porque ahora sólo es recuerdo y mañana olvido. Porque nada podemos al final contra la muerte. Porque es cierto que la filosofía, la palabra en su cenit, es sólo consolación ante la muerte. Implacable es la labor del zapador, del tiempo, que ha alcanzado ya a nuestra generación. Descansa en paz mi Jaime.
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